El miércoles tuve un verdadero día de furia. De repente, y sin motivo aparente -o mejor dicho, sin motivo consciente- me agarró un mal humor de esos que dan miedo. Tal era mi descontento que odiaba al mundo, pero lo odiaba en serio. Al que osaba contradecirme, lo odiaba por decir estupideces. Al que me daba la razón, lo odiaba por complaciente... and so on and so forth.
Y así estaba yo, volviendo de la facultad, pasadas las diez de la noche, embotada en mi mal humor, concentrada en imaginar maldades para todos los desconocidos que me rodeaban, por el solo hecho de tener la desgracia de haber caído cerca mío, cuando el bondi dobló por Santa Fe y pude ver la avenida como casi nunca: toda iluminada y prácticamente vacía.
Esa imagen me transportó a otra. También una calle toda iluminada, un lugar vacío, solo para mí, una noche de invierno con gusto a verano, una sensación de paz y alegría que casi no me cabía en el cuerpo.
Por tres segundos me molestó la idea de que nunca más voy a volver a verlo. Pero preferí cerrar los ojos y perderme en esos recuerdos que no voy a olvidar jamás.
Y así, cuando me quise dar cuenta, estaba sonriendo de nuevo.