jueves, 20 de septiembre de 2012

Ahogándome en un vaso de chenin dulce

No todas las amistades duran para toda la vida. Algunas se van diluyendo con el tiempo, las circunstancias, la distancia, hasta que solo queda un lindo recuerdo. Otras se rompen abrupta e intencionalmente, de esas suele quedar un solo un gusto amargo.

Pero después están las que sencillamente se pierden. Por un hecho, usualmente involuntario, la amistad se ve obstruida. No hay desinterés, no existen reproches, simplemente se detiene. O mejor dicho, la detienen, de mutuo acuerdo o unilateralmente, las partes. Esas son las que más duelen. Las que más se extrañan. Las que nunca se olvidan. 

Hoy puedo afirmar que en mis 27 años de vida perdí a tres grandes amigos. Tres personas que de una forma u otra fueron en su momento indispensable en mi vida y que en un parpadeo se fueron. Dos por elección mía, una por elección de él. Me gustaría pensar que aprendí de mis errores y que no voy a volver a permitirme perder un amigo por ese motivo. Pero también sé que no es algo que se elija, es algo que sucede. O por lo menos en estos casos lo fue.

Lo particular de estas amistades es que suele compartirse con ellas cosas que nadie más sabe. Se vuelven  compañeros, confidentes, a quien uno recurre en circuntancias puntuales, con determinados problemas y noticias especiales. Cuando se van, dejan un vacío, un eco que resuena con más fuerza cuando una de estas situaciones, conflictos o novedades se presentan.

Hoy, enfrentada a una noticia que no logro distinguir a qué grupo pertenece, si es una alegría o algo un poco más complicado -que no encuentro palabras para definir-, vos, que lo habrías entendido todo, no estabas ahí para  escucharme.

Hoy me prometo una vez más, como tantas otras veces, no volver a perder a un amigo. 

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