Si planeas un viaje para ¿olvidar? ¿superar? sobrellevar una ruptura, juntarte con esa persona por primera vez después de seis meses y cuatro días antes de irte no parecería ser una idea brillante. Claro que nunca dije que yo fuera brillante.
Si a eso le sumamos una noche de alcohol y boludear a otro ex horas antes de partir, no es difícil imaginar una bomba de tiempo psicológica preparándose para explotar en el momento de mayor vulnerabilidad.
Y así es como llegamos a noches de sueños confusos que dan al despertar un gusto amargo; donde las personas presentes y pasadas se fusionan y entran y salen dejando cicatrices inconscientes de las que no se curan con Adermicina.
Aparece la fantasía de no volver, de no tener que enfrentarnos a nosotros mismos allá, cuando acá podemos evadirnos tan bien. Pero de repente esa fantasía se vuelve una realidad medianamente concreta y factible. Entonces, ¿qué hacer? Si en el fondo sabemos que la evasión no es el camino, porque el ello, el yo y el superyo son más efectivos que la AFIP contra los enemigos del gobierno.
Parecería prudente resolver las cuestiones pendientes antes de tomar ese tren, si es que optamos por tomarlo. Y aunque no, la idea de resolver los asuntos en la panera no es para nada descabellada.
Por lo pronto, esta catarsis informática con la esperanza de que lo que sale por los dedos se quede en la pantalla y no me visite esta noche en forma de los fantasmas de las Navidades pasadas, presente y futuras... salvo que traigan regalos.